
Javier Milei no ganó solo una elección, ganó una narrativa. Su triunfo fue el desenlace de una larga decadencia política, económica y moral. Argentina no votó por un programa, votó por un grito.




El actual gobierno propone un quiebre radical al orden constitucional, sin molestarse en impulsar el proceso de reforma previsto en la propia Carta Magna. Y los ciudadanos deben tomar conciencia del carácter extremista del gobierno de turno.
Opiniones04/02/2024
Redacción Regionalisimo
Luego de resultar el segundo candidato más votado en las elecciones generales, el actual presidente resultó electo en esa suerte de "tanda de penales" que es el balotaje previsto en la Constitución. Sin embargo, desde el mismo día de asumir el poder se ha comportado como si acabara de bajar de la Sierra Maestra (o, acaso, la motosierra maestra), impulsando un quiebre del orden económico, pero también jurídico. Parafraseando a Oscar Wilde, bien podría decirse que estamos presenciando los albores de una revolución que no se atreve a decir su nombre.
Desde el discurso inaugural pronunciado a espaldas del Congreso (un gesto que recuerda vagamente la auto-coronación de Napoleón Bonaparte) sus actos de gobierno, expresados en dos voluminosos cuerpos legales, pretenden dar por tierra con más de un siglo de tradición legal y constitucional.
Las normas propuestas están lejos de limitarse al campo económico, para adentrarse en casi todos los aspectos de la vida humana, desde el divorcio civil hasta la vestimenta de los jueces, desde la estructura de los clubes de fútbol hasta la eliminación de las indemnizaciones laborales. En el camino, se dejan sin efecto varios derechos constitucionales, pese a que, al asumir el cargo, el presidente presta juramento de respetar y hacer respetar la Constitución.
Ya bastante grave es que se pretenda modificar por decreto el Código Civil y Comercial, una ley monumental de reciente sanción, cuya elaboración llevó años de trabajo a decenas de los más prestigiosos juristas del país. Cosa que, por cierto, se intenta a través de un decreto cuya autoría intelectual es ignorada incluso por los propios miembros del gabinete de gobierno.
Acaso lo más grave, lo más subversivo, sea la ostensible intención de asumir la suma del poder público, dejando de lado al Congreso y rompiendo así la división y el balance entre los poderes del gobierno.
Podrá parecer extraño que se adjudique el nombre de "revolución" al proceso político en ciernes. Existe algo en el imaginario colectivo que asocia esa palabra al progreso, y de hecho, hubo revoluciones progresistas en nuestra historia, como la de Mayo de 1810, o la llamada Revolución del Parque.
Pero la verdad es que existen antecedentes de gobiernos retardatarios que usaron esa denominación, como la llamada "revolución libertadora" de 1955, o la "revolución argentina" de 1966. La última revolución retrógrada fue la dictadura de 1976/1983, que al igual que el actual gobierno -con su DNU y su "ley ómnibus"- supeditó la vigencia de la Constitución al llamado "estatuto" que contenía los objetivos políticos y económicos de ese movimiento sedicioso.
No pueden caber dudas, por otra parte, de que el actual gobierno propone una agenda retrógrada. Aunque su discurso histórico suela pecar de imprecisión, ha expresado con claridad que su modelo es la Argentina del siglo XIX, a partir de la organización constitucional de 1853. Un país en el que las mujeres carecían de derechos civiles y políticos, los pueblos originarios eran exterminados en un abierto genocidio, y las elecciones se ganaban por fraude; donde se promovía la inmigración con un claro sesgo racista, y donde la elite dominante se ufanaba de que el país era "parte integrante del Imperio Británico", esto es, una colonia.
Es parte de la misma actitud rupturista que, en su primer viaje al exterior, el presidente se haya dirigido a los líderes económicos y políticos del mundo en tono admonitorio, acusándolos de estar llevando el planeta al socialismo y la pobreza. Una afirmación cuando menos discutible, como tantas otras, basadas en fuentes incomprobables, cuando no en invocaciones místicas a unas supuestas "fuerzas del cielo".
Esa visión claramente sesgada por lo ideológico no sólo lleva a palmarios errores históricos -como decir que a comienzos del siglo XX Argentina era el país más rico del mundo- sino también a interpretaciones delirantes del momento presente. Decir, por ejemplo, que en el momento actual y gracias al capitalismo se está viviendo un período inusitado de paz en el mundo, cuando hay dos guerras de alta intensidad en Europa y Medio Oriente, que amenazan con escalar a conflictos regionales, le quita toda seriedad al planteo. Para no hablar de la falta de respeto a los pueblos víctimas de esas tragedias.
Así las cosas, no pueden caber dudas de que el actual gobierno propone un quiebre radical al orden constitucional, sin molestarse en impulsar el proceso de reforma previsto en la propia Carta Magna. Una situación de gravedad extrema, ante la cual, no se comprende el silencio cómplice de los constitucionalistas que, salvo contadas excepciones, siguen sin pronunciarse ante estos atropellos.
Los intelectuales, los actores políticos -en particular, los legisladores que no sólo han sido calumniados, sino que corren riesgo de emasculación- y los ciudadanos en general deben tomar conciencia del carácter extremista del gobierno de turno, para decidir si quieren formar parte de semejante aventura política. Porque como bien se dice desde el poder, no hay aquí lugar para medias tintas: o se está a favor o se está en contra.

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