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Hay un futuro colectivo en riesgo. Ayer la calle se encendió ante tanta amenaza de destrucción. Esa calle que es el único escenario de la resistencia y la rebeldía. Para defender a la educación pública en ese prisma que apuesta por volver a soñar con un futuro digno de ser construido y vivido. Ahora la palabra está en el Congreso.
Opiniones10/10/2024 Por Silvana Melo y Claudia Rafael
(APe).- Tal vez la definición más potente de los marchantes por la universidad pública apareció en el medio del largo documento leído por la presidenta de la Federación Universitaria Argentina. Ese concepto que remite a aquel viejo mayo del 68 con eso de que no queremos que nos arrebaten nuestros sueños. Nuestro futuro no les pertenece.
Es que hay un futuro colectivo que está en riesgo. Un futuro amenazado por las tenazas de los vulgares decisores que miden a la vida econométricamente, con una planilla de excell en el corazón y un gráfico de barras en el cerebro. Hay un futuro al que le están cercenando los pies y manos de la cultura y de la ciencia, los ojos y la lengua de todo aquello que ve y habla, para que los pueblos ya no vean, ya no piensen, ya no hablen. Es una maquinaria puesta en marcha para la amputación de las piernas del futuro, una maquinaria que un grupo de cultores de la grosería y del disfrute del dolor de los otros desea generalizar para hacer un país que no es éste. Que nunca fue éste.
Que nunca será éste.
El gran tema de estos tiempos es justamente todo aquello que se viene arrebatando con una sistematicidad cruel del futuro y de los sueños de varias generaciones. Niños, adolescentes y jóvenes que vislumbran –o quizás aún no del todo para muchos- que el futuro es esa cosa inasible que corre el riesgo de diluirse ante los ojos. Que amenaza con desaparecer. Que corre el riesgo de ser implosionado por las voces oscuras que, desde el poder, no hacen más que sembrar semillas de perversidad.
La educación pública, la universidad pública como bandera del ascenso social (desde hace años en franco peligro), del orgullo del hijo profesional del padre obrero, hoy está en el patíbulo justamente por esa esencia. Por su médula noble, que se vuelve vil para este presente increíble, inusitado, que se descargó sobre esta tierra como una tormenta preparada durante décadas por la impunidad precedente.
La educación pública, la universidad pública, la que es capaz de crear la primera generación de profesionales en familias de historia trabajadora, la que es hacedora de ese orgullo, hoy tiene la cabeza en la guillotina.
El presidente ya vetó el financiamiento universitario. Ahora es el Congreso quien tiene en sus manos el cambio histórico. Que no sea el de la vergüenza.
La educación pública, la universidad pública, merece ser constructora de un camino liberador y ajeno a las corporaciones que tantas veces la fueron cooptando para ponerla a su servicio, destruir la vida y la equidad y formar profesionales ajenos a los dolores populares. La gran apuesta no es sólo la de mejorar presupuestos, incrementar salarios, habilitar concursos abiertos donde no los hay sino –y sobre todo- transformar la educación para aportar miradas críticas destinadas a escuchar, a sentir, a compartir, a comprometer, a gestar desafíos, a imbuir de sueños y a entusiasmar hacia utopías de un país en el que quepan las voces más acalladas, en el que los olvidados tengan un lugar en la mesa de las decisiones, en el que se edifiquen miradas capaces de romper lo injusto y de abrazar a los nadies para que de una vez y para siempre dejen de serlo.
Por eso todo el país ayer fue calle. En la capital populosa y en el interior que no se mira. Todas las calles se poblaron mientras los vulgares decisores desovillaban serpentinas de insultos, infamias y falsedades por las redes. Para desactivar lo que ya estaba activado y no tenía regreso.
Porque cuando la calle se enciende, cuando las calles de punta a punta de esta tierra tan larga, se brotan, se plantan y dicen con esto no y empiezan a mirar hacia el Congreso y comienzan a ruborizar a legisladores que han perdido la vergüenza hace rato y deciden que hay límites que no se superan y se bajan de las veredas porque los protocolos se esfuman cuando hay multitud y no importa si aparecen dos o tres impresentables que deberían quedarse en casa porque se pierden entre centenares de miles con decisiones firmes.
Entonces los cultores de la grosería y el disfrute del dolor del otro hablarán y gritarán y babearán su ira.
Pero la calle está en pie. La calle, que es el único escenario de la resistencia, de la rebeldía.
Y ellos lo saben.

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