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La familia de Don Manuel Ascencio Ardiles, la última de trece familias de Chaguar Punco, fue desposeída de su tierra por el Presidente del Tribunal Superior de Justicia de Santiago del Estero.
Opiniones26/01/2023 Marisa Figueroa
Violencia, desmonte, quemas y las falsas denuncias sobre quienes se atrevieron a defenderse de tanto hostigamiento. Ayer, tras una larga historia de lucha, don Manuel se despidió de la vida.
Sociedad
(APe).- Don Manuel Ascencio Ardiles fue un campesino del Paraje Chaguar Punco, Forres, del Departamento Robles. Agricultor y criancero, su finca era un paraíso verde y autónomo. Lechones, ovejas y cabras pastaban en sus treinta hectáreas. No necesitaba más. Y hasta su último respiro, en su calurosa tierra santiagueña, sólo pensó en resistir. En su despedida final, la sensación generalizada era de rabia y de tristeza. Sus 76 años gastados no bastaron para recuperar esa tierra que sabía suya por derecho. Junto a María Luisa, su inseparable compañera, regó la tierra de semillas. Hijos y nietos que saben, como siempre supo don Manuel, que respirarán lucha a lo largo de sus vidas. No están solos. Varias generaciones en los alrededores crecieron alimentándose con la leche de sus vacas. 
La historia de los Ardiles es tan larga como sus vidas. En 2018, la familia recibe una demanda de desalojo a nombre del Dr. Eduardo López Alsogaray. Se trata del Presidente del Superior Tribunal de Justicia santiagueño, quien sostiene ser “heredero” de esas tierras y más, casi del paraje completo, pues aduce que, “su tátara tía Margarita, contaría con una merced real del año 1700”.
A pocos días de recibida la demanda –que fuera respondida en tiempo y forma-, les es cortado su derecho a riego. Ante el asombro, Don Manuel averigua el motivo. Le informan desde el organismo administrador de riego que el vital recurso: “ya no figura a su nombre, sino del Juez”. Es apenas el comienzo de una tragedia para esta familia rural.
La familia Ardiles lleva cinco generaciones asentada en esas tierras, por lo tanto, cuenta con el derecho posesorio que la Constitución les confiere. Pero también, tiene un título perfecto por escritura pública y un Informe del Registro de la Propiedad del Inmueble que los ratifica como propietarios del bien; así también, la titularidad ante la Unidad Ejecutora de Riego y todos los impuestos al día.
Al poco tiempo de recibida la demanda, la jueza Roxana Vera ordena -a través de una medida cautelar-, desposeer a la familia Ardiles de 23 de sus 30 hectáreas y da su posesión a López Alsogaray. Allí comienza –de la mano de los peones del juez- la violencia, el desmonte, las quemas, las ofensas sobre las mujeres y las falsas denuncias sobre quienes se atrevieron a defenderse del hostigamiento.
El viernes 2 de octubre de 2020, por orden del Juez Pedro Jury, miembros de infantería y de la policía provincial, desalojan brutalmente de su propiedad a Nancy, una de las hijas de Don Manuel, junto a sus niños. En una demostración de poder, serán los mismos peones de López Alsogaray quienes destrozarán su vivienda. “Con nuestros abuelos, aprendimos a trabajar, a criar animales, a sembrar. Nosotros queremos seguir haciendo lo mismo” – sostiene Nancy Ardiles en su pedido desesperado, luego de que su vivienda fuera destrozada delante de sus pequeños hijos.
Sin monte, tuvieron que vender sus animales. Sin riego, perdieron la cosecha de algodón y demás productos de sus huertas. Relata doña María Luisa: “En un año, ya vendimos los pocos animalitos que nos quedaban. Sin monte, no les podíamos dar de comer. Tampoco pudimos sembrar porque López Alsogaray no nos devuelve el derecho a riego. Mi esposo está muy grande. Solo nos queda ir a amontonarnos a la ciudad a morir de hambre. Vivimos de nuestra producción y de la venta de nuestros animalitos. Con eso nos arreglábamos para pagar los impuestos de la tierra y el riego. Somos campesinos y éramos felices con nuestra vida".
La demanda era absurda, y el proceso cargado de irregularidades. Pero ya existían antecedentes. López Alsogaray ya había desalojado a doce familias tradicionales que ocupaban pública y pacíficamente esas tierras por más de un siglo, cumpliendo sobradamente los requisitos que establece nuestra Constitución para acreditar posesión y tenencia de la tierra. En ese marco, López Alsogaray ni siquiera tuvo que iniciar demandas judiciales, solo ordenó a sus peones que actúen “como es habitual”.
El desalojo
Los relatos de las víctimas son estremecedores: -“Llegaban los peones de López Alsogaray y nos pechaban con sus caballos. Yo tenía 10 años y me acuerdo bien, porque no hacíamos tiempo de refugiarnos”. Nos cuenta la hija menor de la familia Ledesma, desalojada por el entonces vocal del Tribunal Superior de Justicia.
La familia defendió con el cuerpo y con el alma su legado campesino. Sus animales vendidos pagaban cada escrito presentado en el juzgado. Don Manuel supo decirme con lágrimas de impotencia: “esta tierra es de mis nietos”.
El 4 de mayo de 2022 a las 7 de la mañana, se realiza un mega y brutal operativo de desalojo de las últimas siete hectáreas. Todo el aparato represivo al servicio de la ambición de un hombre. Más de cien miembros de infantería, policía local y provincial, para dar curso a la orden de desalojo firmada horas antes por el Juez Pedro Jury.
A esa hora, los hombres se encontraban trabajando. Juliana, dando de comer a las 120 gallinas que le quedaban, y Doña Luisa como cada mañana, ocupada con sus nietitos.
El terror se desplegaba una vez más ante la mirada de los más pequeños; ya habían pasado por lo mismo, y ver uniformados les generaba pavor. Aún conservan secuelas fisiológicas y episodios en el sueño.
Vieron llorar a sus padres y suplicar a sus abuelos. Vieron destrozar a mazazos sus paredes, puertas y ventanas. Vieron su ropita tirada, sus juguetes y la taza del mate cocido. Pero también escucharon. Escucharon a esa abuela que les enseñó a caminar, atrincherada en el baño diciendo: “no quiero vivir más”.
Cada organismo competente se desentendió de la situación que atraviesan los niños de la familia desde 2018. No intervinieron en ninguna instancia del juicio. Tampoco estuvieron presentes en los desalojos, ni activaron dispositivo institucional de contención alguno. La Subsecretaría de Niñez y la Secretaría de Derechos Humanos mantuvieron un meticuloso hermetismo. La Secretaría de Agricultura Familiar, la Mesa de Tierras de Jefatura de Gabinete y el Mocase (Movimiento Campesino de Santiago del Estero) esta vez, no movilizaron.
Por la tensión y el hostigamiento constante, Juliana transcurría un embarazo de riesgo. La familia esperaba a Anita. Cada mañana, mientras atendía a sus pequeños, debía estar atenta a que el fuego no avance sobre las casas. Pero además, debía contenerse de responder a las provocaciones de los peones del juez, quienes incluso avanzaban sobre sus últimas siete hectáreas. Según Doña Luisa, el más “atrevido” era el capataz.
Con los hombres de la familia trabajando, Juliana no tenía más remedio que enfrentarlos. Sin embargo, ese acto de dignidad y coraje, permitió a la fiscal de la jurisdicción Banda, Dra. Jaqueline Macció, -en plena vigencia de las restricciones sanitarias- dictar una orden de detención sobre Juliana. La acusación: amenaza de muerte con arma de fuego sobre el capataz, empleado de López Alsogaray.
Juliana fue detenida y, esposada, permaneció en la Comisaria 52 de Forres hasta que el abogado de la familia tomó conocimiento. Se le dictó prisión domiciliaria. Su causa penal sigue vigente.
A la familia Ardiles jamás le tomaron las denuncias.
Cuenta con más de cien años el imponente algarrobo donde se guarecían del implacable sol santiagueño. Ese árbol fue testigo de tiempos hostiles, en que hombres y mujeres valientes abrieron las picadas y fundaron los primeros parajes. Me pregunto si acaso sería posible arrancarlo de raíz sin que muriera. Y si algún desalmado sin temor de Dios lo hiciera, y su savia legendaria le permitiese apenas sobrevivir en otro sitio, cuánto tiempo podría soportar solo; sin los chañares que crecieron con él, ni los mistoles, ni los pájaros. Y sin los nietos de don Manuel, los verdaderos dueños de la tierra.
Como estaría el legendario algarrobo se encontraba hasta ayer don Manuel. Su savia no resistió.
Es que en el pueblo ya nadie junta algarroba, –me cuenta doña Luisa-, y si algún vecino te ve, capaz que te sacan en las noticias.
El espacio de pertenencia nos constituye y nos reafirma en la autoestima que, en la ruralidad, aún continúa siendo colectiva. Estos niños ya no se despertarán con el cantar de las charatas a las cinco de la mañana, ni jugarán a enfardar alfalfa con las latitas de picadillo. Tampoco podrán crear música juntando coyuyos en algún frasquito y solo un milagro podría acercarlos a aprender a manejar las herramientas que su abuelo les legó. Pero quizás, lo más difícil de reparar, sea el irremplazable abrazo que su abuela les daba cada mañana, mientras los esperaba bajo el centenario algarrobo.

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