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Durante más de 20 audiencias se juzgará penalmente a ocho rugbiers acusados del crimen de Fernando Báez Sosa. Hundidos en un pacto de silencio. Quedan y persisten una serie de elementos no penales que van desde la impiedad a la hegemonía y el sentimiento de superioridad de clase.
Opiniones14/01/2023
Redacción Regionalisimo
(APe).- El dibujo de la zapatilla en la cara de Fernando es el símbolo de la crueldad. Que es, tal vez, el elemento fundacional en esta historia. El diseño de las líneas de la suela, como los surcos dactilares, se impregnaron como un tatuaje indeleble en el rostro del chico asesinado en Villa Gesell. Esa crueldad nació, en este caso, de ese coto de privilegio –como definió Alfredo Grande-, entendida como planificación sistemática del sufrimiento.
Durante más de 20 días de audiencia en el juicio contra ocho rugbiers desfilarán un entero abanico de elementos que no son penales sino sustancialmente humanos: la perversidad, la impunidad, la crueldad, la impiedad, el pacto de clase, la arrogancia, el desprecio por la vida, el sentimiento de superioridad de clase, la masculinidad como cofradía. Ninguno de los protagonistas de esta historia supera en la actualidad los 23 años. Fernando tenía apenas 18 cuando fue masacrado a golpes. Sus victimarios, entre 18 y 20.
¿Cómo se cocina la crueldad? ¿Qué condimentos la van abonando? ¿Qué disparó ese pacto para matar? ¿Qué motoriza un acuerdo para dar muerte cuando simplemente se está adentro de un boliche y nadie conocía previamente a la víctima que se transforma en un instante en la presa para dar rienda suelta a una danza feroz destinada a poner fin a la vida? ¿Cómo se engendra una “broma” despiadada de adosar todas las culpas a un joven ajeno a todo por el simple hecho de ser el objeto habitual de sus burlas? Porque ¿se puede perder de vista que, cuando ya el grupo de rugbiers sentía que pendía sobre sus cabezas la espada de Damocles, decidió inculpar a un joven remero zarateño como ellos que se encontraba a 470 kilómetros de distancia? Si ese joven, Pablo Ventura -al que no sólo señalaron como autor del homicidio de Fernando, sino que detallaron que se había fugado en el auto de su padre (del que dieron marca y modelo)- hubiera entrado en el target preferido de jueces y policías distinta suerte hubiera corrido. Pero Pablo es remero del Club Náutico de Zárate y estudia Farmacia en la Universidad de Belgrano. No encaja precisamente en el estereotipo de víctimas de policías y operadores del Poder Judicial. Como si hubiera encajado Fernando.
Hay ocho jóvenes rugbiers, prolijamente vestidos, con los cabellos cortados, barbijos que esconden sus expresiones y gran parte de sus rostros, hundidos en un pacto de silencio que –al menos por ahora- no distingue responsabilidades.
Seguramente el Tribunal hará recaer sobre ellos –probablemente en una diferenciación de roles- largas condenas que los verán salir adultos gastados y pletóricos de odio de la cárcel. Pero no habrá penas para cada uno de esos condimentos no penales que persisten y seguirán subsistiendo. Porque los pibes como Fernando continuarán siendo víctimas de los cotos de privilegio.
Sean un grupo de rugbiers decididos a ejercer a pleno su dominio y su hegemonía.
O sean los brazos represivos del Estado que tienen particular afición de tomarlos en sus garras.

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