La casta popular paga la fiesta

El hombre adolescente se organizó un acto vacío y totalitario para todos los que aceptaron marchar clavados a su anzuelo y, horas más tarde, el presidente y su vice se montaron en un tanque y jugaron a la guerra. A espaldas de la memoria y la verdadera libertad. Mientras tanto, la gente muere de frío en la calle. Y el déficit cero es la excusa para la insensibilidad extrema.

Opiniones 12/07/2024 Por Silvana Melo
La casta popular paga la fiesta

(APe).- El peligro es la parálisis por perplejidad. Es la bocabierta colectiva por lo que no se esperaba, por lo que no se previó. Nunca. Porque acá no. Pero en realidad sí. Porque jamás se ve lo que circula en las arterias suburbiales. En los circuitos endovenosos que ahora tampoco ve el hombre que no tuvo niñez ni adolescencia y que ahora la vive en el poder, ciego, sordo y mudo ante el invierno crudo y feroz que vive la casta popular que paga su fiesta.

No lo vieron los otros, durante años de escenografías vacías para la clientela. Que un día se hartó y los cambió por lo peor de la feria. Creyendo que los castigaba. Pero en realidad, acomodaba millones de nucas en la guillotina colectiva. Y ya no se sabe cómo salvar las cabezas.

Hoy el clima desquiciado por la negligencia y la vileza de las multinacionales -como las que ahora entrarán de a miles a partir del RIGI- genera un frío impensado y mata a gente que vive en la calle. Porque el sistema, que extremó su insensibilidad con la llegada del hombre adolescente, genera una pobreza profunda y esconde los recursos con excusas técnicas como auditorías y déficits cero. Excusas que causan la muerte. Pero no figuran en los certificados de defunción. Donde la gente se muere por paro cardiorespiratorio o a lo sumo hipotermia. Pero no por abandono. Ni por olvido. Ni por déficit cero. Ni por no tener techo con 4 bajo cero. Ni por no comer con 4 bajo cero. Ni por negativa de medicamentos. Ni por femicidio por cierre de programas.

Pero el hombre adolescente viaja a Europa dos veces por mes a que lo admiren, no se junta con los países sudamericanos, se mueve hasta Camboriu para encontrarse con su amigo golpista brasileño para darse empujones y largar risotadas y recibir medallas con groserías sexuales. Porque los adolescentes hacen chistes de sexo y se burlan de los gays.

El hombre se organiza un acto vacío y totalitario para todos los que aceptan marchar clavados a su anzuelo. Y firmar lo que él decidió. Entre otras cosas, que los maleables gobernadores reduzcan los gastos en un 25%. Inexplicablemente mordieron este anzuelo a voluntad.  Hubo una sola voz que pudiera contar el acto: la oficial. Un relato armado sin otro ojo que la cámara que apuntara a quienes él quería que apuntara. Y que ignorara a los otros.

Un acto del Día de la Independencia a las 12 de la noche.

Lo que demuestra el nivel de Independencia en sangre que exhibe el país. De mínimo a cero.

Y el futuro cercano lo verá colonia a partir del mostrador donde la soberanía está siendo envuelta en papel de diario para entregarse a los mejores postores.

Y el presidente y su vice, felices por el desfile militar, policial y de todas las fuerzas de represión y de ocupación que puedan existir en el país, se montaron en un tanque y jugaron a la guerra. Él estaba feliz como si lo hubieran llevado a un pelotero. Ella parecía recién bajada de una carroza de ensueño, escribió Victoria De Masi.

A ella le encanta jugar a la guerra. Y mimar a los asesinos y a los desaparecedores. Y a los ex combatientes de Malvinas. Pero no a todos: sólo a los que no les molesta la idolatría del presidente hacia Margaret Thatcher. Es decir, a los militares de carrera. No a los pibes morenos del norte a los que empujaron a una guerra ajena, sin entrenamiento ni ropa ni comida. Detalles.

A él le encantan los peloteros y el déficit cero a costa de los niños, los viejos, las mujeres violentadas y la atención a los más postergados por un sistema que él profundiza al extremo. Pero como siempre mira extasiado hacia Elon Musk y los ultraderechistas europeos, no mira hacia las arterias suburbiales del cuerpo de su país.

No mira siquiera a aquellos que lo votaron. Y a los que transformó en la casta popular que paga su fiesta. Tan ciego está (o es) que no ve aquello que no vieron los otros. En sus años de escenografías vacías para la misma clientela. La que un día se hartó y los cambió por lo peor de la feria.

El, el peor de la feria, no va a tener tanto hilo en este ovillo cada vez menos generoso de tanto hartazgo. Aunque declare la guerra. Aunque se suba a un tanque en la avenida del Libertador.

Aunque legitime marchas de falcon verdes con banderas argentinas y pancartas vivando a Aldo Rico y sus carapintadas.

Aunque pretenda que se confunda la libertad de él, la del mercado desregulado, con la nuestra, la de la independencia verdadera, la de la soberanía profunda y consciente.

Con memoria y justicia. Sin tanques.

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