
Javier Milei no ganó solo una elección, ganó una narrativa. Su triunfo fue el desenlace de una larga decadencia política, económica y moral. Argentina no votó por un programa, votó por un grito.




Nadie piensa en un futuro que condiciona el crecimiento de la infancia. Y le augura una adultez compleja. Nadie sale del dedo señalador, de la amenaza inmediata, de la promesa horrible de un país minúsculo, donde no habrá lugar para la ternura ni para el chocolate caliente. Donde muchos –demasiados- quedarán afuera. Mirando la fiesta por la ventana.
Opiniones11/08/2023 Silvana Melo
(APe).- La campaña electoral no es un racimo de promesas. Es una bolsa de amenazas. Un ejército de dedos índices que, desde arriba, señalan a quienes han despojado ya no de derechos -ese puente abstracto entre el descartado y su necesidad-, sino de alimentos, vivienda, salud. Los imprecan y los intimidan. Les adelantan que les mandarán las policías, que los desalojarán, que los dejarán desnudos en la intemperie de un país saqueado, desteñido. Deshilachado. Que ya no los integra. Que ya no los contiene.
Desde bien abajo levanta los ojos la infancia. Que en su mayoría integra este hervidero de pobres e inermes. Fuera de todas las agendas, de todas las plataformas, de todos los discursos, miran a los que no los ven. Los niños sólo se hacen visibles para los que están arriba cuando patean una lata en un acampe. Cuando hay que reformar la ley penal juvenil para encarcelarlos más temprano. Cuando el sistema los incita a robar porque les muestra lo que no pueden alcanzar y después se lo quita. Cuando están dispuestos a matar o morir, vacíos de espacios, sueños y destino.
Desde los escenarios de la campaña vuelan las amenazas. A ellos nadie los nombra.
Nadie amenaza a quienes planifican el hambre para que no puedan crecer fuertes, con el pensamiento vigoroso, necesarios transformadores de un mundo en terapia intensiva, que les cae como un presente oriental. Nadie amenaza a los dueños de la tierra, que los expulsan y les acotan la vida. Nadie amenaza a los que los endeudaron a ellos, a los niños, a las niñas, y les pusieron grilletes a sus sueños para el resto de la vida. Nadie amenaza a los que recibieron un crédito inverosímil por parte del Fondo para beneficio pandillero ni a los que lo legitimaron después ni a los que lo pagan como hoy, 2700 millones de dólares con la plata del endeudamiento con China porque el Fondo no mandó la plata que presta para que se le pague su propia deuda. Nadie amenaza a los mentores de semejante perversidad, que convierte en esclavo perpetuo a un país entero que le abrió la puerta y preparó la cena a su verdugo.
Nadie amenaza a los poderosos que condenaron al planeta a una agonía que se apura cada día, que acelera sus fauces incendiadas, que desaparece el agua, se traga los bosques y deja la tierra sin aliento. Los mismos que prestan la plata para que les paguen la deuda son los que los necesitan endeudados. Niños y niñas deudores por origen, sometidos por la usura planetaria. Los mismos son los que disparan el calor extremo, derriten la Antártida y condenan a los niños a la calidad de refugiados ambientales, apenas en un futuro cercano. Cuando habrá que abandonar las metrópolis y los conurbanos porque se hará imposible la vida.
Pero de eso nadie habla. Nadie piensa en un futuro que condiciona el crecimiento de la infancia. Y le augura una adultez compleja. Nadie sale del dedo señalador, de la amenaza inmediata, de la promesa horrible de un país minúsculo, donde no habrá lugar para la ternura ni para el chocolate caliente. Donde muchos –demasiados- quedarán afuera. Mirando la fiesta por la ventana.
La bolsa de amenazas se abulta y robustece.
Como un globo inmenso que aprieta la glándula que hace felicidad. O al menos un retacito de alegría que ilumine.
Habrá que desactivar la amenaza y encender la chispa de rebeldía con que cada niño, con que cada niña llega a esta tierra. Para que salgan a dar vuelta el mundo como una media. Y tratar de torcer los dedos con los que se señala a los desairados de este tiempo. Entonces sí, mirarles sus dedos desde arriba. Allí donde ellos ya no podrán llegar nunca.

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El país como un páramo vacío de almas. Los conquistadores vuelven al desierto a quedarse con las entrañas de la tierra. Quedó en claro que las urnas no son herramientas de transformación sino de fraude emocional. Ahora el país, el que habitarán nuestros niños, es una zona de sacrificio en manos del prostituyente que la compra.

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Javier Milei no ganó solo una elección, ganó una narrativa. Su triunfo fue el desenlace de una larga decadencia política, económica y moral. Argentina no votó por un programa, votó por un grito.

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