Milei es “hijo” del caos y, paradójicamente, en muy pocos meses, ha pasado a ser el “padre” del nuevo orden de la política argentina.
Viento incontrolable hacia la desolación
En Argentina, el viento sopla distinto. Lleva consigo el polvo de sueños que ya no son más que ceniza. Ya no es el mismo viento. Sople del norte o del sur, cada ráfaga carga con el peso de promesas perdidas. Es un viento que cruza fronteras, que atraviesa distancias, pero que ya no acaricia; hiere.
Opiniones19/10/2024 Por Andrés ConstantinAlgún tiempo atrás, un autoproclamado domador de tormentas prometió liberar los cielos. Nos dijo que el viento, cuando es libre y sin barreras, tiene el poder de hacer girar molinos. Nos habló de libertad, de soltar lo que nos ataba al pasado, de dejar que el viento hiciera su trabajo. Exclamó que era tiempo de liberar el viento, y que cuando las tormentas barrieran todo, el árbol crecería más fuerte, más alto y más robusto.
Olvidó, tal vez, que el viento cuando se le da rienda suelta no solo mueve molinos y facilita el vuelo. El viento también seca, despoja y desnuda las ramas frágiles. Seca la tierra que necesita el agua para florecer, arranca las hojas que aún no estaban listas para caer. En su entusiasmo por soltar el viento, olvidó que las tormentas, en lugar de fortalecer al árbol, pueden condenarlo al olvido, a una muerte silenciosa.
Hay quienes insisten en que la pobreza es el precio de la libertad, que aquellos que no pueden enfrentarse al viento son débiles, y que, en su debilidad, son responsables de su propio destino. Ahí está la gran ironía. Nos prometieron un país donde cada uno de nosotros tendría alas, donde seríamos capaces de volar por nuestra cuenta, de levantarnos sin necesidad de redes ni de ayudas. Pero se olvidaron de algo fundamental: sin un suelo firme bajo nuestros pies, las alas no sirven de mucho. Sin raíces profundas, sin un árbol que nos sostenga, no hay viento que nos impulse hacia adelante. En lugar de elevarnos, el viento solo nos arrastra, nos despoja de lo que tenemos y nos deja flotando a merced de las corrientes, sin rumbo.
Así, día a día y entre ráfagas se esconde un ruido sordo de hojas cayendo, una tras otra, empujadas por un viento incontrolable. Son historias de quienes no pudieron resistir, de quienes fueron condenados a la tormenta antes de poder echar raíces. Hoy, las calles de nuestro país están cubiertas de hojas secas, llevadas de lado a lado por una brisa que no entiende de compasión ni de justicia. Y mientras tanto, quienes soplaron ese viento desde las alturas miran cómo las hojas caen, sin moverse, sin intentar detenerlas. Ajenos al vendaval, indiferentes a un suelo cubierto.
Hay una extraña poesía en el caos. A veces, parece que el destino de Argentina es bailar siempre al borde del abismo, en un tango perpetuo con su propia destrucción. Hemos vivido tantas tormentas, tantas promesas rotas que parece que hemos aprendido a encontrar belleza en la tragedia. Es un tango amargo, uno donde cada paso nos acerca más al vacío, pero seguimos bailando. Y en esa danza, el viento sigue soplando, asfixiando, y arrastra una cifra que lo atraviesa todo: 52.9%.
Los vetos a leyes que apuntan a la financiación de la educación pública, de la sobrevida de la vejez, del sostén de sectores sociales caídos en picada, no generan la inquietud que sí producen los mercados. A quienes se ofrendarán todos los recursos que se niegan a la salud y a la educación, a los millones de empobrecidos, a la niñez y a la vejez.
La guerra contiene historias de gente de carne y hueso que nos ofrece una realidad imposible de soslayar. Una carta escrita por una niña palestina de 10 años y el relato de una periodista cuya casa fue destrozada son pinceladas del horror. A 82 años del diario de Ana Frank.
Mientras la pobreza crece como nunca antes en la historia, el Gobierno de Javier Milei se ensaña con jubiladas y jubilados y ahora con las universidades públicas. ¿Y si el maltrato sistemático es lo que enciende la llama apagada de este tiempo narcotizante de apatía y malestar?
Habló la calle. Los que quieran oírla, que oigan
Hay un futuro colectivo en riesgo. Ayer la calle se encendió ante tanta amenaza de destrucción. Esa calle que es el único escenario de la resistencia y la rebeldía. Para defender a la educación pública en ese prisma que apuesta por volver a soñar con un futuro digno de ser construido y vivido. Ahora la palabra está en el Congreso.
El gobierno redistribuye recursos al sector privado, reduciendo tributos y flexibilizando regulaciones. La ciencia, la educación y los jubilados son los grandes perdedores de esta política.
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