Para dos pianos

Cuento de Daniel Moyano

10/01/2024Redacción RegionalisimoRedacción Regionalisimo
Daniel Moyano

Era la edad dorada, eran los tiempos heroicos del gobernador Herminio que los domingos inauguraba fábricas de luz en los pueblos oscuros, abrazaba a medio mundo y comía muchos cabritos todo al mismo tiempo, y por intermedio del Cholo Lanzilloto, un poeta que llegó a ministro, y de Carlos Cáceres, un pintor de Chilecito que era director de cultura y después se fue a París para siempre, nos permitió formar un Cuarteto con piano, de modo que mientras él electrificaba la campaña nosotros la musicalizábamos. A Irma y a mí nos acababa de nacer Ricardo y en la ciudad no había conservatorio, menos mal que en eso me llama Cáceres para decirme que hay que crearlo y también un cuarteto estable pero ya, y así se hace, de modo que el hijo vino con el conservatorio bajo el brazo. Vivíamos en un caserón antiguo, Rivadavia casi esquina Sarmiento, con techos de zinc, tan caliente que de noche había que dejar la puerta de calle abierta para dejar correr el aire. Con el aire una noche entró uno de esos burros noctámbulos que recorren las calles husmeando en los tarros de la basura en busca de papeles alimenticios, y se comieron por lo menos siete de mis mejores cuentos de entonces, que nunca pude reconstruir y que seguramente andan todavía por ahí, en la memoria animal, corriendo vaya a saber qué suerte misteriosa. Irma había dejado su piano en su casa de allá lejos en la pampa húmeda, un Krämer que le llegó de Europa por mar, embalado con maderas de abeto que eran un lujo en nuestro cono sur. Cuando se tocaba en él una canción de su tierra que dice “Oh Tannenbaum”, se acordaba de su Vaterland y crujía de emoción. Un piano tan bueno que hasta su embalaje era musical, madera de árbol de navidad europea, con nieve de verdad además de Stille Nacht heilige Nacht, es que el Krämer era música por donde se lo mirara. Prometieron enviárselo cuando algún pariente con camión viajara a nuestra apartada zona, pero los años pasaban y pasaban y el piano no venía. Le habíamos reservado un sitio especial en la casa, fuera del alcance de los burros intrusos. Estábamos tan seguros de que finalmente lo enviarían, y tan acostumbrados a su presencia virtual, que jamás pasábamos por el lugar que él de algún modo ocupaba, para no atropellarlo.

Krämer. Una palabra que recordaba el verso de Rilke, ése que hablaba de la Musik der Kräfte, música de las fuerzas. Su nombre rilkeano y su lejanía allá en la pampa húmeda le daban una tremenda fuerza. En casa mi violincito solitario, sonando sin acompañamiento, era una pura tristeza. Pero el día que llegara el Krämer mitológico (estaba estudiando La folía de Corelli para presentarme al concurso del “cuarteto estable pero ya” de Cáceres), bueno, acaso pudiera convertirme en el Zlatko Topolski de La Rioja. Topolski, nombre mágico, era el amo polaco del violín en Córdoba.      
Todo iba encaminado para conseguirlo. La sonata de Corelli me salía bordada, los vecinos en la vereda se paraban a escucharme. Lo único que no me ayudaba era mi apellido. Moyano no cuadra con la profesión de violinista, a causa de la tradición judía que hay sobre el tema. En el mejor de los casos, se parece al del dueño de un bodegón, chicos, vayan a lo de don Moyano y traigan vino; y en el peor, a un cuchillero no precisamente borgeano o de ficción sino del temible barrio Güemes de Córdoba: tengan cuidado che, ahí viene el negro Moyano, y cuando anda “calzado” es medio peligroso.
Andar calzado significaba llevar una púa, y púa era uno de los nombres del cuchillo. Pero en mis tiempos de músico por los barrios de Córdoba yo tocaba mandolina y la única púa que calzaba era la del instrumento, púa que en buen romance es llamada plectro por don Fray Luis en su “Oda a la vida retirada”, de la que no teníamos ni la más remota noción en nuestra Córdoba maleva in illo tempore.
Una noche tenebrosa en barrio Firpo, de ésas de vino y puñaladas de los tangos, yo había tenido que dejar de tocar para esquivar los botellazos, y cuando por fin todo parecía apaciguarse y el patrón me pedía que siguiera tocando para ayudar a restaurar la calma, dije “tráiganme la púa”, que los borrachos me habían hecho saltar de la mano. Al oír la palabra, dos de los malevos sacaron nuevamente sus cuchillos creyendo que yo quería atacarlos. Y lo único que me disponía a atacar era un vals peruano muy de moda.
Irma, que era dulcísima, una vez intentó recordar no sé qué melodía pulsando un teclado imaginario. Yo había conseguido vender en Inglaterra un cuento que se salvó de ser comido por los burros, y tenía no sé cuántas libras esterlinas. De modo que le dije sin pensarlo dos veces: mañana mismo nos vamos a Buenos Aires y compramos un piano. Los buenos costaban un dineral, y estábamos juntando ladrillos para hacer la casa. Nos pasaron el dato de uno baratito en un cambalache para el lado del Once, y allí lo encontramos, pequeño y feo, en un rincón de la trastienda. Era piano por milagro, casi una espineta, y costaba treinta mil. O sea apenas unos mil ladrillos. El sonido no era malo, pero le faltaba fuerza. Y bueno, como instrumento provisional hasta que llegara el Krämer, no estaba mal del todo. No tenía nombre por ningún lado. Lo bautizamos Pérez. Perecito.
Lo despacharon por ferrocarril, en pleno enero. Un riesgo,claro. Casi mil trescientos kilómetros encerrado en un vagón, con el traqueteo de los durmientes flojos y el calor del desierto; la posibilidad de que el arpa se oxidase en el cruce de las Grandes Salinas, donde caben juntas Suiza y Dinamarca; el peligro de rotura en las maniobras de enganche y desenganche de vagones. Lo normal era que llegara en tres días, pero a ese tren le tocaron las primeras crecientes del verano, que como todos los años levantó tramos de vías en Cruz del Eje y hubo que esperar a que en otro tren llegaran vías y durmientes para hacer un desvío, de modo que el Pérez llegó varios días después de lo previsto, sin embalaje, envuelto en papel de estraza y unos cartones sucios atados con hilo sisal, un desastre, desafinado y con tres martillos flojos. Sobre la tapa del teclado, pegada con cintas,  una llave de afinar. Al comprarlo no nos dijeron que no mantenía más de una semana la afinación, pero tuvieron la delicadeza de enviarnos una llave.
Ocupó el espacio reservado para el Krämer (sólo una parte, el Pérez era la mitad más pequeño), mejor dicho se lo prestamos, dada su condición de piano transitorio. Lo limpiamos por fuera y por dentro, donde encontramos dos cucarachas que por pertenecer a un piano eran buñuelescas. Después de comprobar el estado ruinoso de su arpa, agravado por el salitre de la travesía, las clavijas gastadas, las cuerdas deshilachadas, resolvimos afinarlo al principio con un La más bien bajo, parecido al de los tiempos de Verdi, de 432 vibraciones por segundo, acaso un poco menos, con lo que mi violín sonaba menos pero el Pérez parecía respirar mejor. Lo inauguramos con La folía. Sonaba de maravilla. Parecía haber sido construido especialmente para esa pieza, con la que el pianito podía exhibir sin esfuerzo todos sus colores. Era como si se la supiera de memoria, como si la tocara solo, decía Irma, como si tuviera esa pieza guardada adentro, oculta entre las cuerdas. Porque bastaba apretar las teclas del primer acorde para que su viejo maderamen se estremeciese, desplegase las velas y navegara impulsado por todos los vientos.
En un mes de trabajo, la sonata de Corelli estaba metida en mis dedos, de la misma manera que el Perecito la tenía grabada en sus cuerdas becquerianas. Y una madrugada clara como la del Martín Fierro cuando cruzan la frontera, salimos calle Rivadavia abajo rumbo al conservatorio para presentarnos al concurso, nosotros muy nerviosos y Ricardo tan tranquilo dentro del vientre de su madre, a pocos días de su nacimiento.
El jurado, venido de Buenos Aires o sea casi de Europa, parecía terrible. No sé qué idea tendrían ellos de nosotros, los de tierra adentro, pero cuando dije que acompañado por mi mujer iba a tocar La folía, uno de ellos dijo “che, ¿pero no es muy difícil eso?. El piano del flamante conservatorio, un Gaveau de media cola, sonaba como dos Pérez juntos. Hay que ver lo que tuve que subir el la de mi violín. No parecía afinado en el 440 de todo el mundo sino en el 456, según últimas tendencias llegadas secretamente de Alemania. Menos mal que no teníamos que cantar, si no quedábamos afónicos. El que ganaba era mi violincito, que en vez de ser de serie y de carpintería barata parecía un violín de autor, de algún luthier de nombre rimbombante.
Y ganamos el concurso, claro,  o sea el derecho a integrar el Cuarteto Estable del Conservatorio, de formación inmediata, y la Orquesta de Cámara del futuro; un horizonte musical increíble se levantaba esa mañana junto con el sol. Carlos Cáceres lo había pensado como un Quatour à cordes (ya para entonces Carlos era medio franchute), pero como no se presentó ningún viola (no había una sola en veinte leguas a la redonda), llamamos a la pianista Edith Fernández, que era todo un lujo, y lo convertimos en un “Klavier Quarttet”, para el que no había casi nada original, salvo sendos cuartetos de Beethoven, Brahms, Mendelssohn, Mozart, y pare de contar. Primer violín Chicho Palmieri, segundo el susodicho, Celestino Palmieri al cello, y Edith, nimbada por la aureola de haber sido discípula, y buena, del maestro Scaramuzza y compañera de Martha Argerich, al Gaveau. El conjunto nos permitió entronizar, en una provincia secularmente marginada de la música, el Cuarteto Opus 16 de Beethoven, que desparramamos por casi todos sus pueblitos. Y aunque nuestro Cuarteto desapareció cuando los sucesos de 1976, y la obra fue olvidada, si escarbáramos un poco veríamos que se encuentra perfectamente resguardada para tiempos mejores, en el inconsciente musical colectivo.
Pero bueno, volviendo al asunto del Perecito, a quien, para ayudarle a superar su status medio precario llamábamos a veces Kleine Pérez, cada día parecía más patente que había que sustituirlo, porque ya no aguantaba ni siquiera el la de Verdi. Nosotros teníamos que progresar, hacer méritos, tocar cosas cada vez más difíciles, y él no daba para tanto, era de otra generación. Sonaba bien únicamente en La folía; en todo lo demás, un desastre.
Habíamos decidido deshacernos de él, friamente, dejando a un lado cualquier tipo de sentimentalismo. Se trataba de un piano envejecido, y bueno, eso no tenía remedio. Venderlo si se podía, de lo contrario regalarlo, y se acabó. No queríamos que estuviese presente cuando se produjera la llegada gloriosa del Krämer; sería una situación muy desagradable para todos. Pese a la frialdad de la decisión, cuando lo oíamos sonar con sus medias voces (los pulmones no le daban para más) nos parecía que él sabía que íbamos a abandonarlo a su suerte; y que entonces se esmeraba más, tratando de mantener durante más de una semana su vacilante afinación; pero debido justamente a ese esfuerzo, se desafinaba todavía más; y para colmo de golpe, todas sus cuerdas al mismo tiempo; como atacado por un acceso de tos. Perecito quería quedarse a vivir para siempre con nosotros, pero ya no tenía salud. El anuncio de venta aparecía una vez por semana en el periódico local. Siempre sin resultados. Y eso que no decía “vendo piano” sino “vendería”, con lo cual dábamos a entender que en última instancia hasta lo regalábamos. Y sólo por este hecho el Perecito permanecía entre nosotros. Cada vez que en la esquina frenaba un camión creíamos oír que el corazón del pianito se ponía a latir asustadísimo creyendo que se trataba del Krämer que por fin llegaba. Situación que él temía y lo hacía temblar enteramente porque significaba su desaparición o su traslado a cualquier cementerio de pianos, que ni siquiera existen. Entonces su cadáver, como el de Paganini excomulgado por el Papa por tener pactos con el Diablo, ni siquiera podría dormir en tierra santa. Por eso tiritaba, y nosotros dos con él, cuando se oía el ruido de un camión que se detenía cerca de nuestra casa. Como en el fondo no queríamos venderlo, empezamos a prestarlo. Unos días fuera de casa permitía que lo valoráramos un poco más, como sucede con las personas ausentes. Fue inútil afinarlo con el la 440 que la gente exigía: no aguantaba ni media hora esa afinación. Así que lo dejamos más o menos por donde él quiso, cerca, sin alcanzarlo, del 432 de Verdi. Pero ni siquiera eso aguantaba; a cada rato había que buscar la llave, que nunca estaba en su sitio, para llevarlo hasta la superficie. Alterando, por su afinación defectuosa, las voces de los cantantes, arruinó algunos prestigios formados y acabó con varias carreras folclóricas bien iniciadas. Sopranos y tenores, sin percatarse de lo que sucedía, cantaban fuera de sus registros y no se podían explicar por qué la gente los abucheaba. Su hazaña más notable en ese sentido fue el encuentro que tuvo con una cabra gorda y muy pintarrajeada de origen riojano, que acababa de venir de Europa llena de ínfulas extrañas. Ella volvía al terruño con aires de María Callas o de Rita Streich, pero en cuanto sus comprovincianos la oyeron cantar y midieron su vibrato la bautizaron Cabra para siempre. Ella, que tenía noticias del Perecito, entró esa noche en el escenario luciendo en la cara sus tres capas de pintura y en cuanto divisó al Kleine Pérez dispuesto a acompañarla movió la cabeza y los rulos postizos negativamente, y salió por un lateral sin decir ni beeh. Algunos aplaudieron su gesto, diz que con aviesas intenciones. Con lo que nuestro Kleine se convirtió en el único piano que en vez de acompañar hizo callar a una cantante. Una mañana tempranito, Barrera, un vendedor ambulante, se presenta en casa con la misma fuerza de un camión que se detiene en la esquina y nos dice:
     ‑Ese piano suena mal porque ustedes nunca le han dado la importancia que merece. Lo tienen ahí como de lástima, a la espera de que les llegue el otro. Necesita de alguien que lo cuide en su vejez y le dé la importancia que más o menos se merece. ¿Por qué no me lo venden?
Fue un poco duro ver cómo Barrera se lo llevaba. Nos liberamos de la posible tristeza de su despedida pensando que en pocos días más, según indicios ciertos, tendríamos al Krämer con nosotros. Barrera ideó un carromato tirado por dos o más caballos, con piano incorporado, para alquilárselo a los serenateros. Con sus ruedas de automóvil, apenas hacía ruido al deslizarse. Tenía un toldo plegable, de aluminio, para casos de lluvia inesperada. Por su media voz y el desgaste de los martillos, que medio pegaban de costado como si en vez de golpear pellizcara las cuerdas, parecía una guitarra barroca, y esto era su atractivo principal y base del negocio. De la antigua forma del Perecito, lo único visible era el teclado. El resto estaba integrado al carromato formando parte de su carrocería, a tal punto que el piano era la carrocería misma, sólo que sonora. Esta fue su primera degradación. Cuando decayeron las serenatas, su dueño lo alquilaba a los pequeños circos que se atrevían a llegar a nuestra apartada región, y ahí se lo veía entre fieras escleróticas y payasos aburridos, como una especie de atracción cómica. Pero la gente, que conocía su historia, al oírlo sonar en vez de reír lloraba.
Ya para entonces, de tan gastadas que estaban sus cuerdas, se decía que en vez de sonar hablaba. Los circos, cuando las crisis más o menos periódicas se hicieron permanentes, excluyeron a La Rioja de sus giras. Entonces Barrera puso en venta su invención, y el Perecito fue adquirido por un comerciante de la vecina localidad de Sanagasta, adonde se trasladó tirado por dos caballos a través de treinta kilómetros de pedregales que dejaron sus cuerdas en un estado consternante. Los folcloristas del lugar, que desconocían el uso de las teclas, lo consideraron pura percusión utilizándolo como bombo, golpeándolo por cualquier parte. Y él aguantaba porque estaba muy viejo y justamente por eso ya nada le dolía.
En cuanto dejó de ser novedad como instrumento, su nuevo dueño lo convirtió en una especie de bar o mostrador. La gente bebía apoyada en una barra que a la vez sonaba tocando piezas folclóricas de moda. Su madera reseca absorbía el vino que caía de las copas, y cuando se emborrachaba, en vez de las piezas de gusto general intentaba exponer el tema de La folía, que era su orgullo y su recuerdo de días mejores, pero esta música no gustaba a la gente y lo hacían callar.
Y bien, finalmente llegó el mes de marzo del 76 y pasó lo que pasó, tuvimos que hacernos cargo de que había que abandonar la ciudad y el país y poner proa hacia España si queríamos seguir viviendo, y cuando tras muchas horas de viaje se nos iba acabando la provincia, cerca de los límites con Córdoba, medio adormecidos por el silencio del desierto y por los años oscuros que empezaban, vimos cruzarse con nosotros un camión procedente de la pampa húmeda, y en su carrocería, con su embalaje de árbol de navidad europea, nada menos que el Krämer mitológico, que al no encontrar destinatario regresó sin pena ni gloria hacia un destino incierto.
Allí se convirtió, por falta de quien lo tocara alguna vez, en un objeto decorativo. Las teclas se le llenaron de sarro, el olvidó se metió hasta lo más hondo de su estructura íntima de piano, y no tardó en atacarlo el más terrible de los virus: el Silencio. Sus dueños, aburridos de su presencia inútil, se lo cambiaron a un vecino por un televisor en color. En esos pueblos de la pampa lluviosa es difícil luchar contra las manchas de la humedad en las paredes de las casas viejas. Los nuevos dueños del Krämer no lo canjearon para usarlo como instrumento musical (nadie sabía música en la casa) sino para disimular una gran mancha de humedad en la sala destinada a las visitas. Lo cubrieron con una enorme carpeta blanca llena de encajes, con su nombre bordado en hilos azules, salvo los dos puntitos de la letra a, hechos con hilos rojos.
Dicen que para unas navidades intentaron abrirlo, levantar la tapa del teclado, pero ésta estaba soldada firmemente con ciertas impurezas calcáreas de las teclas y el implacable moho del tiempo. Con lo que la carpeta blanca se convirtió en sudario. De pronto en Madrid empezaron a pasar más años, y un día el cartero llega y me entrega un sobre grande y gordo, y al abrirlo vemos que se trata de una partitura, con una aclaración manuscrita apenas legible que nos dice algo así como “ésta es una zamba que hemos hecho para el Perecito”. La letra de la pieza nos reveló el final de nuestro piano. Lo preparaban para que tocara música folclórica, pero él, tozudo,en medio de las piezas intercalaba acordes de Corelli, parece que le encantaban las citas. La gente, que desconocía el valor de las mismas, creía que eran errores. El mientras tanto estaba tratando de darles lo mejor. Sus últimos dueños, oyendo tanto empecinamiento que no estaban dispuestos a tolerar, decidieron que había que tirarlo a la basura. Dice la letra que, ya sin ruedas y casi sin teclas, mientras era transportado como leña para un asado, sus tablas, en el fondo del carro, empezaron a sonar intentando desarrollar torpemente el tema de La folía. Pero no pasaba de las tres o cuatro notas iniciales. Entonces las repetía, cada vez con menos sonido y mayor lentitud, hasta enmudecer por falta de cuerda, como sucede con las cajitas de música.

*Daniel Moyano – [2 noviembre 1989]

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